Colgada del vecino


Volvemos a lo más tierno de mi adolescencia, cuando la encantadora abuelita de la puerta de al lado se mudó y su casa pasó a ser habitada por una familia, un poco ruidosa, pero muy agradable. El padre, un apuesto cuarentón de ojos verdes y sonrisa sensual, la madre, una loca de campeonato que luchaba por incluirse en el círculo social del barrio pero que solo recibía escusas, y el hijo…ah, el hijo, ladrón de muchos de mis suspiros desde la ventana de la cocina que daba convenientemente a su habitación; nunca en mi vida había fregado yo tanto plato. Lo idealizaba de una manera casi poética, ya que nunca había intercambiado ni media palabra con él, pero para mis amigas y para mí era todo un espectáculo verlo cambiarse la camiseta y mostrar sus abdominales o salir de la ducha con el cabello rubio empapado, o jugar con su cachorro justo donde más visibilidad había.  La historia de mi amor no correspondido y he de añadir que algo escalofriante por mi parte, es conocida, ¿cuántos poemas, canciones, obras de teatro, películas y novelas no nos hablarán del tema? Eso sí, de alguna manera siempre nuestro héroe o heroína se las arregla para salir airoso de esta encrucijada. En mi caso, el pobre chico se vio forzado a mudarse de cuarto a uno menos accesible para mis curiosos ojos, decisión que hoy me atormenta, pues no me libro de escuchar los gemidos de placer de su novia cuando más intento concentrarme en el tratamiento de la hipertensión arterial. Al pasar los años ese joven tan inalcanzable se convirtió en el molesto vecino de al lado, el que cada vez que me cruzo por la calle me hace preguntarme si siempre habré tenido tan mal gusto. 

Alex

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