¡Ay, doctor!

Como quizás he mencionado en alguna ocasión, o tal vez no, el tiempo que no dedico a desprestigiar a mis “amores” del pasado, lo ocupo en formarme para, algún día, ser una representante respetable del noble arte de la medicina. Como os podéis imaginar, teniendo en cuenta que mi camino está por culminar, he sido víctima en varias ocasiones de la erótica de una mente más versada que la mía en lo profesional y, ¿por qué no?, lo sexual. Aquel verano de mi primer año de facultad fue el inicio de un tórrido romance que me llevaría a quitarme todos los complejos y restricciones de un polvazo, digo, plumazo. El año que duró aquella relación informal y furtiva, fue en el que descubrí qué era lo que le gustaba tanto a la gente del sexo, pues hasta entonces mi experiencia, aunque no escasa, había sido muy poco esclarecedora. Nunca sabré si era su conocimiento de la anatomía humana que le facilitaba encontrar el punto preciso, o su sabor latino de mulato caribeño, pero la química era innegable y cada vez que nos encontrábamos, la ética médica se iba a ocuparse de otros asuntos y quedábamos solo un profesor y una alumna, siempre dispuesta a aprender.

Algo habrá ocurrido durante aquel viaje de autodescubrimiento sexual entre las sábanas de la cama de mis padres, o tal vez fuera bajo la mesa de la consulta o en la meseta de la cocina, ya no me acuerdo, el punto es, que aquel moreno nunca llegó a encajar bien el fin de nuestra travesía, o mejor dicho, travesura, y aunque mentiría si dijera que ya no me tiemblan las piernas cuando me agarra una nalga en pleno abrazo, creo que prefiero que quede como un recuerdo, no vaya a ser que después de continuar mis estudios aquello me parezca poco más que un curso extracurricular.  

Alex

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